En la era de la comunicación, los comunicantes se hacen cada vez más… falsos.
¡Es curioso! Todo parece indicar que lo que cada uno quiere comunicar es… un mundo, una imagen o un sentido de lo que ha soñado, lo que ha imaginado…
Transmite su última película o su último show pero... no solamente no ha ocurrido físicamente, sino que ni siquiera –tampoco- mentalmente. No ha dado tiempo.
Cada ser va desarrollando una –llamamos- ‘personalidad auxiliar’. Y, como ocurre en medios como Facebook, cada uno expresa “alguien que… le gustaría que existiera”, pero que no existe –ni está vivo-. Se puede llegar a extremos en los que se comunican inexistencias con ‘invivencias’. Obviamente, no con todos igual, porque aquél que dice lo que dice porque piensa que es así, y el otro le escucha –y se lo cree o no-, es con él, pero con otro será… Humphrey Bogart.
-Pero tú el otro día me juraste amor eterno…
-¡Sí!... Pero es que me imaginaba que tú eras… Gregory Peck. ¿Lo entiendes?
-¡Hombre!, entender, entender… ¿cómo decir? No podría imaginarme que tú te habías imaginado que yo era Gregory Peck. ¡Es más!, no me gusta el nombre de ‘Gregorio’. En inglés suena mejor: ‘Gregory’, pero en español no me gusta ‘Gregorio’. Parece un “gregario” o una plaqueta… de las de la sangre. ¡Buaggg!
Por eso –quizás-, cuando alguien expresa algo y cuenta algo que parece no cuadrar, el otro le responde: “¿Me lo dices o me lo cuentas?”. ¿Me lo estás diciendo, o me estás transmitiendo un cuento?
¡Que está bien!, ¡está bien!, pero… ante la sorpresa de lo que escuchamos, solemos expresar esa sentencia: “¿Me lo dices o me lo cuentas?”.
Se dice –se dice- en nuestra cultura más cercana, que Dios creó de la Nada, a través de las palabras: “Y dijo Dios…”.
¿Estaba actuando, estaba imaginándose un papel, o fue así?
También dice Juan que: “En el principio era la Palabra, y la palabra era Dios, y Dios estaba con ella, y nada se hizo sin ella.”
También a Moisés, en el Sinaí, se le entregaron las tablas de la ley… con palabras escritas.
También se hicieron milagros en el Cristo, a través de la palabra: “Y una palabra tuya bastará para sanar”.
Son suficientes ejemplos, pero aún hay más: para enseñar, se empleaban las palabras, o las ‘parábolas’; para abrir las consciencias a otras dimensiones.
En consecuencia, se fueron haciendo mundos ‘al pie de la letra’; mundos materiales, concretos, de hormigón y de cemento.
Y, simultáneamente, surgía –era inevitable- ‘el espíritu de la letra’. ¡Ay!... Y el espíritu de la letra se hizo frágil, volátil, sutil; y de inmediato empezó a recrearse, como un colibrí se recrea libando una flor.
Y así, ‘la escucha obediente’ se hizo inconsecuente, porque dudaba entre “el espíritu de la letra” o “el pie de la letra”. Si era “al pie de la letra”, se interpretaba lo que se oía. Si era “el espíritu de la letra”, ¡vaya usted a saber!...
Si te digo: “Contigo, pan y cebolla”, por ejemplo –y tú has oído, al pie de la letra: “contigo pan y cebolla”-, es una forma de expresar que ‘contigo, al fin del mundo’. Por interpretar que vivir con pan y cebolla es… un poco precario; si se le pusiera un poquito de brócoli quizás estaría un poco mejor: “Contigo, pan, cebolla y brócoli”. En fin…
–Hay situaciones peores, ¿eh?-.
¡Bien! En consecuencia, si he oído…
-¿He oído bien? ¿Me has dicho “contigo pan y cebolla”?
-¡Sí!... Has oído bien.
-¿Entonces…?
Y al caballero sonriente, se le relucen los dientes: “¡Ah! Me ha dicho: ‘contigo pan y cebolla’”. Y cuando se dispone a besar a la hermosa damisela, ésta le aparta sutilmente con la largura de sus brazos, y dice:
-¡Quieto ahí, moreno!…
-Pero… si me has dicho “contigo pan y cebolla”.
-Sí. Lo he dicho. Pero lo he dicho pensando en aquél; aquél que está en el fondo, a la izquierda.
-¡Ah! Pero entonces, ¿por qué me has dicho “contigo pan y cebolla?”
-¡Hombre! ¡Es un decir! ¡Es un decir!…
-¡Ah, ¿es un decir?! ¿Y cómo se va a enterar ‘el del fondo a la izquierda’?
-Hombre, ya me lo camelaré yo.
–¡Ah! ¡Cómo me las maravillaría yo!-.
Esto es un ejemplo simple, vulgar, corriente, cotidiano, diario, sencillo. Ya lo decía la cultura popular: “Te lo digo, Juan, para que se entere Pedro”. Entonces, le digo a éste “tal”, pero… no va para él; es para que se entere el otro.
Ah, ya. Entonces convendría decir: “Mira, esto que te voy a decir es para ti, sólo para ti, y nada más que para ti”. Y cantar a continuación. “Me importas tú, y tú, y tú, y nadie más que tú….”. Decirlo varias veces.
Y dice:
-Pero ¿te refieres a… a mí?
-¡Hombre!... sí. Sí; pero tú… ¿tú realmente tienes los ojos negros y la piel canela, que me llegan a desesperar, o no?
-Hombre, no. Los ojos no son negros, la piel es… asquerosamente blanca… ¡Pfffffff!…
-Y entonces, ¿cómo vas a pensar que eres tú?
-O sea que tampoco “tú, tú, tú, tú”, y “me importas tú, tú, tú”.
Pero, claro, la parte ésa de la letra que quedaba: “Ojos negros, piel canela que me llegan a desesperar”, claro, eso no te lo ha cantado; y como no te sepas la canción, te lo crees como un bobo alelado.
-¡Hombre! ¡Yo creía que te sabías la canción y no iba a tenerlo que decir todo! Pero… ¿no te has fijado en aquél que está al fondo, en el centro, que tiene la piel canela y los ojos negros? A él iba dedicado lo que estoy diciendo, ¡no a ti! ¡Bobo!
¡Guauuu!...
Como decía también otro dicho: “Aquí, para entender algo, hay que saber álgebra”. Se decía antiguamente; muy antiguamente.
-¿Y qué tiene que ver el álgebra, con lo que se dice en el lenguaje cotidiano?
-¡Muchísimo! ¿No lo ve usted? Como no te sepas la canción, estás… ‘killed’.
A todo esto, para “rocambolear” más las cosas, en este batiburrillo de mensajes se mezclan culturas, genomas, padres, familias, amigos, ratas y otros roedores –¡oh, malditos roedores!-.
¡Bueno! El caso es que, ¿será así…? –¡ah, cuidado, cuidado!-. ¿Será así que se expresa la Creación, y por eso no la entendemos?, ¿y nosotros estamos intentando crear nuestra ficción para conectar con la ficción de la Creación, y ser –así- “ficcionables”, “ficcionadores”?
No hay que excluir esa opción; esa posibilidad. Pero… s’il vous plait, monsieur, écoutez: las palabras, cualquier lenguaje –que está a punto de desaparecer, por supuesto, dadas las vicisitudes que acabamos de comentar- es bello. ¡Cuando se hace bello! Sí; evidentemente. Pero, cuando se hace “tronco”, “chorra” “bituqui” “babuky” “zorri-zorra cuco”, pues… como que no suena muy bien, ¿verdad?, como que… –¡como que no, como que no!-.
Esto significa que, si mantenemos el lenguaje en su expresión digamos “poética”, podremos estar “al pie y al espíritu –a la vez- de la letra”. Y si digo, mirándote a los ojos: “En tus rizos me ahorco para siempre”…
Fíjate, ¿eh? Fíjate en lo que acabo de decir: en tus rizos me ahorco para siempre. ¡Por favor! O sea, ¡y mirándote a los ojos! ¡De verdad que te lo digo a ti…!
-Pero ¿es figurado…?
Sí. Efectivamente. No… no voy a coger una cuerda en forma de rizo y me voy a ahorcar en tu presencia. ¡No! Pero quiero decir con ello que, si en tus rizos me ahorco, quiero decir que siento tanto la intimidad de nuestros seres y de nuestros cuerpos que, ¡aunque muera en el intento de enroscarme en tus cabellos!, bien merece la pena existir y, sobre todo, vivir.
Bueno, si ante eso la dama no se conmueve, es que es de cartón piedra o del fondo del valle de Júpiter. Sí; porque de aquí, no.
Efectivamente, efectivamente, efectivamente, puede ser que la dama diga:
-Pero, caballero, ¡si no tengo rizos!
Y entonces el caballero diga:
-Es que no lo decía por ti…
¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Con lo bonito que nos había quedado!: “Moriría ahorcado entre tus rizos”… Y resulta que la damisela dice: “¡Si tengo el pelo liso!”.
-Pues, o te lo rizas deprisa o… o evidentemente, te lo digo a ti para que se entere Johana… –que debe de ser algo así como ‘Juana’, ¿verdad?-.
¡Madre mía! O sea, poéticamente tampoco…
¡Hay que tener cuidado!, ¡hay que tener cuidado!, ¡hay que tener cuidado! Hay que tener cuidado, porque si dices, por ejemplo:
“No creas que mi amor es como… el tubérculo ruin y desesperado de una patata. ¡No!”. “No vayas a pensar que soy tan… discrásico como… la profundidad siniestra de la tierra. No”. “Mi amor por ti es simétrico, bello y hermoso, verde y frágil, y primaveral eterno, como el brócoli”.
Y a lo mejor –imagínense- ella contesta:
-¡Jamás me ha gustado el brócoli! ¡Nunca! Y le he prometido guerra infernal. Y es más, voy a hacer el club antibrócoli.
-Pero, mira, si tiene vitaminas… Fíjate qué bonito es, qué verdor, qué trópico lleva en el cuerpo…
Y ya dice el dicho: “Quien bien te quiere, te hará llorar; suspirar”… ¡Ay!
-No sabía yo que tu amor era como el brócoli.
-Pues ya ves.
-¡Pues no me gusta! Ahora me gusta menos. Prefiero el tubérculo de la patata: imprevisto, inesperado. Al abrir la nevera, encontrar un zapato o un calcetín… ¡Qué maravilla! ¡Qué sorpresa! ¡Qué mujer tan excitante!...
Dice:
-¡Bueno!... Esta mañana, al ponerme los calzoncillos, los he encontrado congelados. Los huevos se me han quedado retraídos de tal forma, que no hay forma de encontrarlos; los he confundido con los tobillos, y me he dado cuenta porque estaban demasiado duros…
¡Ay! ¡Ay, ay, ay, ay, ay! Las palabras, ¡hasta dónde nos pueden llevar! ¡Por Dios!, ¡frenad este impulsivo verbo!... ¡Ay!
Habrá que escuchar, en consecuencia, con mucho cuidado; con mucho sigilo. Y, a la hora de oír, miraremos alrededor a ver quién hay, para cerciorarnos de si lo que nos están diciendo es a nosotros o…
Hay que mirar, incluso, fotografías; cualquier cosa que esté colgada en la pared; el suelo, la cámara, la mesa… no vaya a ser que te creas que te lo está diciendo a ti y realmente se lo está diciendo… al linóleum.
“Pero ¡qué maravilla!, ¡pero qué bello!, ¡qué hermoso!”. Y tú –¡ay!- sonríes-. “¡Pero, pero qué gusto, qué gusto!”.
Y cuando tú estás ya casi babeando…
“¡Qué gusto de suelo!”.
Dices:“¡Ah, sí! ¡Claro!”.
Eso pasa por aquí, sí:
-¡Qué gusto, qué gusto! ¡¡Qué maravilla, qué precioso!!
Y tú dices: Pero, ¿qué habré hecho yo hoy, para merecer tanto?
-¡Ay!, ¡qué gusto de suelo!
Al cabo del rato, claro. Y tú ya estabas, ¡vamos!, heroinómano perdido… Eras un ‘heroíno’. ‘Hero-í-no’. ‘Hero-y-no’: “y no era héroe” –quiere decir-. ‘Hero-y-no’ quiere decir “y no era héroe”.
-Pero, ¡bueno!, se me va a confundir… la caléndula con la canela…
-Pues… se te puede confundir…
Otro refrán nos recuerda –para ser un poco más compactos-: “Al pan, pan; y al vino, vino”. Como diciendo: “hay que llamar a las cosas por su nombre”. Y cuando me digas “¡guapo!”, me daré cuenta de que no me lo decías a mí; porque el consenso general del planeta ha decidido que soy ¡feo!... Luego, en consecuencia, me has dicho “guapo” para hacer una carambola de billar: inmediatamente, el guapo –el que se siente guapo-, se da por aludido.
-¡Ahhhhh! Te lo digo, Juan, para que se entere Pedro.
¡Claro! A veces se mezclan diferentes tonos y lenguajes. Todo esto, claro está, sin el estudio del lenguaje corporal –que ése es otro lenguaje-.
Eso es como cuando nos dicen: ¡Cuenta conmigo para lo que sea!. Y tú… se te ocurre decir:
-Bueno, pues… ¿me podrías… –no sé- colaborar en… arreglar el jardín?
-El caso es que… arreglar el jardín… no, no es lo mío, ¿sabes?
-Ya, pero me has dicho que cuente contigo para lo que sea.
-¡Ya, hombre! Primero, ¡es un decir! –volvemos al refrán-. Y, por otra parte –por otra parte-, no hay que tomárselo al pie de la letra –otro dicho-.Y, por otra parte, vamos a ver, vamos a ver, Alfonso José. Mira: yo te he dicho que “cuenta conmigo para lo que quieras”, pero… –disculpa- pero se me olvidó una pequeña partícula: la frase completa es “cuenta conmigo para lo que quiera yo”.
-¡Ah!... jajá. Faltaba “Yo”. “I” –“Ay”-. ¡Qué bueno es el inglés!: “I”, “I”.
-“Cuenta conmigo para lo que quiera yo”.
-¡Ah! Eso es como decir: “Harás lo que yo quiera”.
-¡Exacto!
-¿Y cómo podía yo imaginar que… faltaba una partícula? A ver, ¡dímelo!
-¡Hombre!, hombre… Eso, conociendo a los hombres y conociendo a las mujeres, se entiende enseguida.
-¡Ah!, ¿sí? ¿Entonces, cada vez que alguien me diga “cuenta conmigo para lo que quieras”, tengo que entender “cuenta conmigo para lo que quiera yo”?
-Más o menos, sí.
-¡Ah! ¡Entonces tendremos que escribir otra vez… todas las frases del mundo!, y añadirles una partícula, que no se pronuncia, pero que tiene que ir –como en el chino-. ¡Ah! ¡Maravilloso!
Sí. Es… es posible que esa confusión, a veces, se tenga –¿verdad?-, con los mensajes que continuamente llueven sobre la vida para que el hombre vaya descubriendo, aprendiendo y avanzando en su claridad.
Pero también es posible que, la vanidad del soberbio orgullo de cada ser, cree a su alrededor –según su criterio y consciencia- un personaje que ¡no es él!; que es “lo que le gustaría ser”. Y lo transmite. Y el que lo escucha, si no anda listo y preparado, puede interpretar y entender otra cosa.
¿Por qué creen que los humanos están tan peleados? ¡Por esto!... Porque ¡se dice algo, se interpreta algo, pero no se quería decir eso! ¡Pero, al decir eso, lo que se quería decir era otra cosa!, ¡pero el otro no sabía en qué cosa tú estabas pensando!… Y así sucesivamente, en una cadena interminable de despropósitos.
Y así, ¡se enturbia!... el afecto. Así, se contamina la relación. Así, se crean falsísimas expectativas. Así se escribe la Historia: ésa que leemos y que… ¡nos creemos! Hasta que aparece el documento “A” o el documento “B”, que nos demuestra que aquello fue falseado; pero que tampoco tenemos la certeza de que aquellos documentos fueran los verdaderos.
Así que, sin excluir que estamos balbuceando en las señales complejas de la Creación –sin excluirlo-, lo cierto es que, la comunicación a través del lenguaje –escrito, hablado o gestual- se ha convertido en un trabado-entrabado, ¡complicado!... y –por momentos- terriblemente engañoso, ¡por tiempo y tiempo! Que nos hace… ¡absurdos! ¡Que nos puede convertir en ridículos! Que, aquello que escuchamos y que nos impresionó, era rigurosamente falso. O simplemente –para no acusar, porque decir “falso” parece que es una acusación; y no; es una descripción-, decir que, aquello que se oyó, fue una cosa, pero lo que se pensaba en torno a lo que se decía, era ¡otra completamente diferente!
Con el transcurrir de sucesivos engranajes “mutágenos” –porque todo esto son mutaciones-, no es raro que se… “monstruicen” los seres; ¡se hagan monstruos! ¡Sí!: esos monstruos que a veces tenemos en las pesadillas –y que nos impresionan tanto-.
Y no es raro que, en consecuencia, éste, aquél o el otro se sientan culpables de haber creado expectativas o imaginaciones o ilusiones o…; que luego, al ver que no eran como pensaban, el ser se siente frustrado, dolido, ¡arañado!
¿No han visto nunca –seguramente no- cómo sangra un alma arañada? Imagínenselo, por favor.
Por supuesto, el alma es algo relativo. Los arañazos son figurativos y la sangre no tiene nada que ver con la hemoglobina y con el rojo; ¡puede ser azul!, o verde o amarillo.
¿Ven? Hemos destrozado una frase casi célebre.
¿Se imaginan cómo sangra… un alma arañada?
Sí. El lenguaje figurativo –rayando en lo poético- puede ser tan descriptivo, que podríamos suponer –“suponer”- lo que se puede llegar a sufrir cuando se viven las palabras; cuando ¡se sienten las palabras!
El sentido orante nos advierte de la monstruosidad en la que vivimos, por medio de ese lenguaje “divino”… que crea, ¡y sigue creando! –en silencio, claro-.
Tuvo que recurrir, la Creación, ¡al verbo del silencio!, en vista de que lo creado ¡no escuchaba!, e interpretaba de forma diferente a lo que realmente se le decía. Y, en consecuencia, respondía de manera equivocada.
-¡Ay! ¿Entonces…?
-¡Sí! Herederos de lo Divino somos, y luces reflejas de él. Y ahora, que en el tiempo de la comunicación estamos, quizás –fíjense bien- no solamente el silencio –que puede ser cómplice- hay que usarlo, sino –y aquí viene la atención- sino que, aquello que se escucha –y aquí viene la gran dificultad-, debe traducirse por… “silencio”.
-¡Pero escuché que me decía que me amaba!…
-¡Escúchalo bien otra vez!
-…
-Muy bien.
Sí; muy bien, porque ya no has dicho esas palabras. Las has traducido… y las has convertido en silencio; porque te has dado cuenta de que no son ciertas. Son dudosas, son esquivas, son “quizá”, son “a lo mejor”.
-Pero, entonces, ¿no podemos confiar los unos en los otros?
-¡Sí!... Sí. Precisamente, es el silencio interpretativo: de interpretar lo que escuchamos. Y hemos escuchado esto y esto; y esto otro, lo convertimos en silencio. No se ha dicho. No es para nosotros.
-¡Ah!
Así, podemos entrar en sintonía con lo Divino, de una forma… muy adecuada con la confusa y truculenta convivencia del lenguaje actual. Y a la vez, poder recuperar el espíritu y el pie de la letra –que sea el mismo-, sin que esté disociado lo que llamamos “materia” y lo que llamamos “ánima”, “alma” o “espíritu”.
-¿Sabías que…?
-No, no lo sabía… Pero ahora sí.
¿Ven? Nos hemos silenciado algo más.
-¿Sabías que…?
Y el otro contesta:
-No, no lo sabía. Ahora sí.
Pero no se ha mencionado la palabra. Se ha silenciado. Y, poco a poco, nos vamos entendiendo en el silencio. No se trata de estar… ¡mudos! No. Se trata de rescatar, precisamente, la autenticidad del verbo, recurriendo a la estrategia de la Creación: que tuvo que gestar el verbo del silencio, ante la falsa, errónea, egoísta y soberbia actitud del hombre… de interpretar y reinterpretar a su modo, a su forma.
“Cuenta conmigo para lo que quiera ¡yo!”,fue la respuesta del hombre. Pero dijo: “Cuenta conmigo para lo que quieras”. Pero pensó: “Cuenta conmigo para lo que quiera yo”.
Este pequeño desliz quizás ocasionó la gran hecatombe que hoy se confabula, por ejemplo, en la propaganda; por ejemplo, en las amistades; por ejemplo, en las bromas; por ejemplo, en los versos….
¡Ay!, cuando un verso es traidor… ¡rasga el alma!